El Celta es un club inflamable, en permanente peligro de combustión, como esas familias en las que nadie soporta a nadie y una palabra inofensiva, insignificante, puede bastar para desatar la marejada. Son familias que se reúnen para cenar en silencio, masticando el rencor arraigado de infinitas discusiones anteriores, esperando cada miembro a tener una excusa, da igual, la que sea, para romper las cadenas que sujetan su ira.
En el Celta todos siguen cenando en la misma mesa, o bueno, tal vez en mesas separadas por comisiones: aquí los canteranos, a la derecha los nuevos, a la izquierda los extranjeros de habla inglesa y al fondo los desheredados. Convidados al banquete están también los directivos y el cuerpo técnico, armados con lanzallamas en lugar de mangueras. Nadie rehúye el peligro, al contrario, todos merodean por sus alrededores, cargados como creen de razones para dinamitarlo todo.
“Actuaciones como la del partido ante la Real Sociedad hacen intuir un desleal esfuerzo de los empleados por cambiar de jefe”
Por un lado están los jugadores, inmersos en esa sospechosa melancolía que arroja varias hipótesis, ninguna positiva. Actuaciones como la del partido ante la Real Sociedad hacen intuir un desleal esfuerzo de los empleados por cambiar de jefe. Puede tratarse también de una evidente falta de nivel competitivo, insuficiente a todas luces para aspirar a algo que no sea la supervivencia. Uno ya no sabe qué es peor.


En cuanto al entrenador, resulta difícil encontrar una explicación a sus movimientos distinta al mero placer de lanzar la cerilla al suelo impregnado en alcohol y contemplar cómo todo arde. Hay en el comportamiento de Óscar García algo de conductor kamikaze, de estudiante en su último día de instituto antes de pasar a la vida adulta, de soldado que sale de la trinchera con el pecho descubierto, sin más fusil que su temeridad, dispuesto a recibir la metralla sin volver la cara.
No queda claro, pues, que el jefe tenga intención real de seguir al mando de esta renqueante empresa. A Óscar no lo respaldan los resultados, ni los jugadores (es evidente que al menos parte del vestuario no conecta con él), ni por supuesto la directiva. Y a pesar de todo no evita la confrontación, sino que se dirige hacia ella con la convicción del que ya no espera nada y por tanto nada tiene que perder.
“Director deportivo y entrenador llevan anclados en el conflicto desde antes de comenzar la temporada”
Provocó una fractura de difícil intervención con Hugo Mallo, aunque los proyectiles se dirigieran seguramente hacia los que armaron la plantilla. Director deportivo y entrenador llevan anclados en el conflicto desde antes de comenzar la temporada, un conflicto sordo e indirecto, tenso, lleno de dobles lecturas y mensajes flotando en el aire. El mercado de fichajes agrietó la relación entre ambos, que discutieron durante semanas y ante los micrófonos cuál de los dos despreciaba más a Vadillo. El ‘caso Mallo’, cargado de simbolismo y aristas, ha hecho temblar a una institución que desde hace tiempo no tiene cimientos a los que agarrarse.


De cualquier modo, el jugador tampoco está legitimado en sus acciones. Lo que en otra situación hubiese sido hasta comprensible por la afición (querer marcharse a un lugar mejor), huele ahora a sálvese quien pueda. El rendimiento exhibido por el excapitán en los últimos meses, además, hace que su deseo de aspirar a cotas mayores parezca precisamente eso, un ingenuo deseo carente de sustento.
Con este panorama no es complicado presagiar la cercanía del incendio, uno más, o quizás sea el mismo de siempre, ese cuyas llamas no pueden extinguirse tan solo con una destitución.