Comenzaba el siglo XV cuando unos monjes crearon a orillas del Guadalquivir un monasterio cartujano. Con el agua del río y las arcillas de su ribera continuaron la tradición alfarera de esa zona de la campiña sevillana, asentada durante las décadas previas por la tradición musulmana. La suya era una tarea paciente y detallista, como en general uno supone que debe ser la vida dentro de un convento. Tal era la calma que emanaban sus muros que, 92 años después de su fundación, un ciudadano de origen incierto escogió ese lugar en busca de pausa y reflexión. Su nombre era Cristóbal Colón y estaba a punto de comandar una expedición a lo desconocido. Seguro que os hacéis una idea de cómo acabó su aventura.
A seis siglos y dos kilómetros de aquel recogimiento, la selección española firmó ayer uno de los mejores partidos de su historia. A pesar de las gradas vacías, lo hizo rodeada por un intenso ruido acerca del proyecto que encabeza su técnico, Luis Enrique Martínez, y no pocas dudas sobre la madurez de sus jugadores. Pero por obra y gracia del dios fútbol, 90 minutos bastaron para convertir las sospechas en certezas mientras la fe en el marcador, que en este deporte siempre obra milagros, multiplicaba de un plumazo a millones de conversos. Que el escenario luciera en su nombre un aroma monástico invita a meditar sobre algunas de las lecciones que nos deja la goleada, a un tiempo éxtasis de España y penitencia de Alemania.
La pandemia produce un fútbol que el fútbol no entiende
De una manera casi mística, el partido podría considerarse una vuelta al 2-8 infringido por el Bayern al Barça. No es el único marcador abultado sufrido por equipos ilustres en los últimos meses: el 7-2 del Aston Villa al Liverpool, el 4-0 del Hoffenheim al Bayern… En medio año el fútbol pandémico nos ha dejado más marcadores inusuales que todo un lustro de ‘vieja normalidad’. Uno se pregunta si las puertas cerradas no abren de par en par las ventanas de partidos menos predecibles y controlables que los que se celebran bajo la influencia -física y anímica- de decenas de miles de personas.
Las selecciones no dependen de la estructura de club
Con el fútbol abierto a la globalización los mejores jugadores de cada país cuentan con un horizonte algo mayor que el que pueden ofrecer los dos o tres clubes más poderosos de su liga. Nos guste o no, la movilidad del futbolista supone una tendencia creciente. En ese contexto, las selecciones han de aprender a competir sin contar con una base de jugadores de un mismo club. Francia fue campeona del mundo en 2018 sin que ningún equipo estuviera representado por más de dos titulares en su once. Un año después, Portugal ganó la primera edición de la Nations League alineando a once jugadores de once clubes diferentes (y de seis ligas distintas). Quizá las inercias ya no dependan tanto de la convivencia de un núcleo de jugadores en un mismo conjunto, sino de la capacidad del seleccionador para crearlas o, como en el caso de España, para aprovechar las conexiones surgidas en las categorías inferiores de la propia Federación. Ayer cinco de los once titulares alemanes procedían del mismo vestuario, el del Bayern, sin que eso reluciera en una especial complicidad. España, en cambio, puede aprovecharse de una generación que ha crecido junta: en solo 16 meses los Unai, Fabián, Oyarzabal y Dani Olmo han pasado de derrotar a Alemania en la final de la Euro sub21 a participar en la goleada de la absoluta al mismo rival.


Dos caras opuestas en los banquillos
Más allá del marcador, llamativo e histórico, el encuentro dejó como gran ganador de la noche a Luis Enrique Martínez, uno de los mejores entrenadores españoles de la actualidad. Transmite vitalidad, pasión y una idea muy clara que adelantó antes del partido, cuando las miradas hacia su equipo eran más esquivas que elogiosas: “jugar en campo contrario, presionar arriba, dominar el balón… ser protagonistas”. Sobre el césped, la selección reflejó todas esas características de forma fidedigna e inversamente proporcional a las de Alemania. He visto versiones más o menos brillantes de la Mannschaft, algunas muy olvidables, pero jamás había detectado indolencia, apatía o desdén. Ayer, sí. Su técnico, Joachim Löw, seriamente discutido desde el resbalón en el Mundial de Rusia 2018 y que luego no pudo evitar el descenso de su equipo a la segunda categoría de la Nations League -salvado in extremis por la ampliación de los grupos de primera-, es la viva imagen de un proyecto agotado. Normal que el director deportivo de la Federación Alemana le ratificara tras la goleada; sus jugadores parecían haberle cesado durante el partido.
Las selecciones top están en un pañuelo
Denostada y ridiculizada por muchos, resulta que la Nations League constituye un torneo con muchas virtudes. Al agrupar a los participantes por estratos, los encuentros resultan infinitamente más competidos que las fases de clasificación, por las que las selecciones top suelen pasearse. En las dos ediciones de este torneo ninguno de los 55 combinados nacionales ha logrado pleno de puntos en su grupo. Reflejo, por cierto, de la igualdad reinante entre las selecciones más poderosas del continente: Francia, Portugal, Bélgica, España, Italia, Alemania, Inglaterra… están todas en un pañuelo. Difícil atinar con un favorito claro para la próxima Euro. Con una base competitiva bastante equilibrada entre todas ellas, el cansancio, el estado de forma y las lesiones con las que cada una llegue al torneo se adivinan factores aún más decisivos que de costumbre.
País bipolar
“Sabemos el país en el que estamos”, concedió con benevolencia Luis Enrique Martínez en la rueda de prensa posterior al partido. A esa hora, todo eran elogios a su equipo: la bipolaridad es una característica española -muy y mucho española-, aunque me pregunto si los medios hacen algo por matizarla o más bien por potenciarla. Algunas voces parecen moverse entre extremos, blanco nuclear o negro opaco, sin contemplar que el fútbol está compuesto por una infinidad de matices grises. Claro que para detectarlos, y valorarlos, hace falta algo de pausa y alejamiento. Un equipo no se crea de la noche a la mañana de la misma manera que un trozo de fango requiere tiempo y proceso para convertirse en cerámica. Definitivamente, los monjes de la Cartuja sabían lo que hacían.