Los partidos de selecciones abren un paréntesis en la rutina habitual del fútbol y sus empleados indirectos, los periodistas. La última ventana me permitió devorar la última temporada de una serie muy recomendable, The Crown: un recorrido por las últimas décadas de la historia de Gran Bretaña desde la atalaya de su reina, Isabel II. Esta última entrega se centra en la década de los 70 y 80, tiempos de cambio en los que Margareth Thatcher, el tumultuoso matrimonio de los príncipes de Gales, la guerra de las Malvinas, la recesión industrial o la lucha contra el Apartheid van desfilando por Buckingham Palace.
Diana Spencer y Maradona, ambos nacieron a comienzos de los 60, se convirtieron en iconos en los 80 y sufrieron fortísimos altibajos emocionales en los 90
A cuento del éxito de esta temporada, Netflix no ha tardado en llenar su oferta de documentales sobre Diana Spencer. Nacida en el seno de una familia aristocrática inglesa, sus orígenes no pueden estar más alejados de Villa Fiorito, el suburbio bonaerense en que creció Diego Armando Maradona. Sin embargo, hay algo que vincula a estas dos figuras tan dispares: ambos nacieron a comienzos de los 60, se convirtieron en iconos en los 80 y sufrieron fortísimos altibajos emocionales en los 90. Ambos murieron tempranamente, rodeados por teorías conspirativas y rumores, y los entierros de ambos acabaron convertidos en una ceremonia mundial de duelo, confirmados una vez muertos en la misma condición de mitos que en vida les provocó una exposición constante y universal y, de rebote, un intenso padecimiento personal.


Ambos soportaron el asedio de la prensa, y el público, desde edad muy temprana. Los lectores de la prensa rosa transformaron a una adolescente timorata en Lady Di mientras en la otra punta del mundo los hinchas futboleros comenzaban a someter al joven Diego a la titánica exigencia de ser Maradona. Dos religiones se fueron levantando sobre espaldas endebles, que acabarían colapsando con estruendo.
Suyos fueron los relatos de dos personalidades atormentadas y, a pesar de estar permanentemente rodeadas de las masas, víctimas de una intensa soledad. Quizá, quién sabe, Diana y Diego habrían tenido vida infelices aunque hubieran transcurrido por el anonimato; lo que es seguro es que su mitificación no les ayudó, al contrario, les hizo profundamente desdichados. Viendo las imágenes del velatorio de Maradona uno se pregunta cómo la sociedad insiste en entregarse de manera acrítica a la veneración de íconos, que por humanos, siempre contendrán muy variados grados de imperfección. La diferencia entre admirar e idolatrar se llama cultura. El primer proceso refleja el asombro de la razón ante los dones de una persona en un ámbito concreto; él segundo rinde ante ella una fe irracional y eleva esa misma genialidad a una condición divina y absoluta.
“En su muerte cabe celebrar al jugador, que lo ganó todo en la cancha, y compadecer a la persona, que todo lo perdió fuera de ella”
Genio del que lamentablemente apenas vimos una pequeña porción, Diego superó a cualquier rival bajo la luz de los focos pero cayó derrotado en la oscuridad de cada noche contra Maradona. Y como periodismo y teología son dos carreras diferentes, en su muerte cabe celebrar al jugador, que lo ganó todo en la cancha, y compadecer a la persona, que todo lo perdió fuera de ella. En medio de una manifestación global de duelo irreflexivo, el gesto crítico de Paula Dapena -jugadora del Viajes Interrías de Tercera división- no solo me parece comprensible. Incluso me resulta saludable.